En Hollywood hay una ley no escrita que dice que cuando una película triunfa se explota hasta la extenuación. Así, Noche en el museo (2006) supuso un éxito inesperado que provocó la producción de dos secuelas evidentemente inferiores, ya no está el factor sorpresa y las ideas originales brillan por su ausencia. Todo es reiterativo y poco imaginativo.
Queda la labor de los intérpretes, Ben Stiller siempre eficiente, el final de Robin Williams y Mickey Rooney, y cómo no vemos a Dick Van Dyke con 88 años marcándose unos pasos de baile. Se cambian los exteriores, esta vez Londres aunque la película se rodó en Canadá, con algún cameo gracioso como el de Hugh Jackman cantando en el musical Camelot.
Sí la primera película sobresalía por su originalidad e ingenio, la secuela que nos ocupa es fría pero correcta. Al fin y al cabo sus motivaciones son mercantiles.
Las secuelas rara vez aportan algo positivo. El Imperio contraataca, El Padrino II, sí tenían calidad como la famosa La novia de Frankenstein que superó el filme original con creces pero estos son ejemplos puntuales debidos a una serie de circunstancias.
A veces las secuelas están rodadas con mejor presupuesto y condiciones más holgadas, permiten mostrar aspectos que se omitieron por falta de medios y son tírulos más ricos pero no es este el caso. Aquí se trata de sacar más dividendos aprovechándose de un éxito ya consolidado.
El resultado no es nulo, queda el buen gusto y la profesionalidad. Es la oportunidad de volver a ver a viejos amigos que han calado en el espectador aunque sea por última vez ya que dos intérpretes, como he apuntado antes, fallecieron al terminar el rodaje y está claro que ya no los veremos más. El guión tiene poca fuerza, todo se ve sin esfuerzo pero con discreción. Un filme simpático sin más.
Salvador Sáinz